¿Qué ocurrirá cuando la Corte resuelva a favor de los ahorristas?

El Gobierno parece esperar que la Corte Suprema convalide la reprogramación y pesificación de los depósitos dispuesta a lo largo de enero de este año. Yo estoy convencido que ello nunca ocurrirá, porque la Corte ya ha dicho claramente que las decisiones adoptadas en enero constituyen una flagrante violación del derecho de propiedad garantizado por la Constitución Nacional. Lo hizo al pronunciarse en el caso Smith durante el mes de febrero, luego de haber obligado a Kipper a devolver el depósito que éste había logrado recuperar a través de un recurso de amparo.

El caso Kipper se dio en diciembre de 2001, antes de que el Gobierno de Duhalde decidiera reprogramar y pesificar los depósitos. Fue precisamente esta decisión del Poder Ejecutivo, la que provocó el nuevo pronunciamiento de la Corte. Algunos quisieron ver en los pronunciamientos diferentes sobre los casos Kipper y Smith una contradicción. Pero no existe contradicción sino circunstancias sobrevivientes que hicieron que el “corralito", que era un control de cambios transitorio como el que muchas veces se había impuesto en la época del Patrón Oro, se transformara en un “corralón” claramente avasallante de los derechos de propiedad de los ahorristas.

 

Por consiguiente, si la Corte resuelve a favor de los ahorristas convalidando los pronunciamientos de los jueces de primera instancia y de las cámaras de apelación contrarios a la reprogramación y pesificación de los depósitos, estará manteniendo la posición correcta que ha adoptado hasta ahora. Y si el Gobierno anulara la pesificación y la reprogramación de depósitos, permitiendo de nuevo, como se pudo hacer durante todo diciembre, que los depositantes puedan utilizar sus fondos en la moneda original, para cualquier tipo de pago interno, es de esperar que la Suprema Corte convalide los controles de cambio y las restricciones al retiro de efectivo que serán necesarios para evitar una fuga masiva de capitales del país. Ambas decisiones serían coherentes con las adoptadas en los casos Kipper y Smith.

Los efectos prácticos de una decisión de la Corte Suprema favorable a los ahorristas, dependerán de la actitud que asuma el Gobierno. Si decide mantener la prohibición actual de que se abran cuentas corrientes y cajas de ahorro en dólares, no les estará dejando a los ahorristas y a los jueces otra alternativa que exigir la entrega en efectivo, en dólares o en pesos por el monto equivalente a la cotización del dólar en el mercado libre, de todos los depósitos que éstos necesiten para hacer pagos. Si, por el contrario, permite que vuelvan a funcionar las cuentas en dólares para pagos con cheque, tarjetas de débito y transferencias bancarias, será perfectamente factible instrumentar un sistema de pagos internos que no requiera la salida de los dólares ni de los pesos del sistema bancario. Si se hace esto último, la situación financiera de la Argentina comenzará a normalizarse y se podrá pensar seriamente en una normalización posterior de las relaciones financieras con el exterior.

En síntesis, una decisión de la Suprema Corte a favor de los ahorristas, lejos de agravar la situación, podría ser el comienzo a una reversión del actual clima de cesación generalizada de pagos. Se beneficiarían no sólo los ahorristas sino todos los argentinos, porque nuestra economía comenzaría a salir de la trampa depresiva en la que ha caído.

Es muy peligroso que el FMI se siga equivocando

Es absurdo que el FMI no haya aún extendido los plazos de vencimiento de la deuda argentina, siendo que nuestro país continuó pagando los intereses no sólo al FMI sino a todos los demás organismos financieros internacionales. Pareciera que sus autoridades pretenden que Argentina se transforme en deudor moroso del Banco Mundial y del Banco Interamericano de Desarrollo, luego de haber suspendido los pagos al resto de los acreedores no oficiales. En la práctica ello significa maximizar el “desorden” de la reestructuración de la Deuda Pública Argentina que el FMI definió como necesaria al aprobar el préstamo de 8 mil millones de dólares en agosto de 2001.

En aquella oportunidad, todos los países del G7 sostenían que nuestro país debía lograr una reestructuración de la deuda que bajara significativamente el monto de intereses que la Nación y las provincias estábamos pagando y prorrogara por varios años los vencimientos de capital. A ésto le llamaban “Private Sector Involvement” o “PSI”, siguiendo la costumbre inglesa de resumir los nombres por las iniciales. El Director Gerente del FMI siempre planteaba la necesidad del PSI, interpretando la posición que hasta el 2000 era fundamentalmente europea, pero que con la llegada de Paul O’Neill al Tesoro, paso a ser también norteamericana.

En julio y agosto del año pasado, cuando estábamos negociando el apoyo del FMI para revertir la crisis financiera que comenzó luego de que las Provincias y la propia Nación llegáramos a la conclusión de que habíamos perdido el crédito, el Gobierno Argentino, que por entonces yo representaba, aceptó la sugerencia de buscar una reestructuración de la deuda pública, involucrando activamente a los acreedores no oficiales, tal como lo venían sugiriendo el FMI y los gobiernos del G7. Pero insistimos que debía ser una reestructuración “ordenada”, sin cesación de pagos, porque de otra forma se pondría en peligro la estabilidad del sistema financiero interno y los ahorros de los argentinos. Explicamos que los principales acreedores de la Argentina eran los depositantes en nuestros bancos y los trabajadores que venían aportando a los fondos de pensiones, acreencias que excedían con creces a las de los tenedores de bonos argentinos en el exterior.

El Tesoro de los Estados Unidos y el Sistema de la Reserva Federal apoyaron con entusiasmo el carácter “ordenado” que nosotros pretendíamos darle al proceso de reestructuración de la deuda pública, y por esa razón, insistieron que el FMI no sólo desembolsara los 5 mil millones que habíamos solicitado para recomponer las reservas del Banco Central, sino que asignara 3 mil millones adicionales para apoyar la reestructuración de la deuda.

Lamentablemente, al FMI pareció no interesarle que el proceso en el que nos estábamos embarcando fuera “ordenado”. Durante setiembre y octubre de 2001, sus funcionarios insistían que debíamos conseguir dinero del Banco Mundial, del BID y de los gobiernos del G7 para garantizar los nuevos títulos de la deuda que queríamos ofrecer en canje por los que se habían tornado demasiado onerosos y cortos. Pero lo hacían aún sabiendo que los gobiernos de los principales países no estaban dispuestos a hacer aportes adicionales y lo habían dicho claramente.

En noviembre lanzamos el plan de reestructuración de la deuda en dos etapas, ofreciendo a los acreedores que aceptaran la ley argentina la garantía de nuestra recaudación impositiva, en particular la proveniente del impuesto a las transacciones financieras que recaudaban los propios bancos. Los funcionarios del FMI no sólo no apoyaron explícitamente el plan, sino que demoraron el desembolso de 1.200 millones de dólares que había sido programado para noviembre, siendo que todas las metas fiscales del tercer trimestre del año habían sido cumplidas. Argumentaron que había evidencias que no lograríamos cumplir las del cuarto trimestre, pero las causas del incumplimiento no eran otras que la demora en conseguir la rebaja de intereses que se buscaba con la reestructuración de la deuda y la acentuación de la recesión provocada precisamente por la crisis financiera que volvió a desatarse cuando los mercados percibieron que el FMI dudaba si apoyar o no la reestructuración de deuda en la que Argentina se había embarcado.

Hacia mediados de diciembre la primera etapa de la reestructuración de la deuda había resultado muy exitosa, al punto que habíamos logrado diferir por tres años los vencimientos de capital de 55 mil millones de dólares y economizado 4 mil millones anuales de intereses a partir del año 2002. A pesar de este éxito, el desembolso adeudado desde noviembre y el apoyo explícito a la segunda etapa de la reestructuración que queríamos implementar de inmediato, fue condicionado por las autoridades del FMI a una demostración de “consenso político” alrededor del Presupuesto para el año 2002 que ellos sabían que era muy difícil de conseguir en pocas semanas.

Cuando a principios de enero, estando yo afuera del Gobierno hablé con el entonces Ministro de Economía Jorge Remes Lenicov, para advertirlo sobre el “desorden” descomunal que traería la devaluación sin haber concluido la reestructuración de la deuda, éste me comentó que Anne Krueger había exclamado “¡¡por fin!!”, luego que él le anunciara el fin de la convertibilidad. En ese momento advertí que el FMI había estado jugando con fuego. Sin decírnoslo, habían decidido obligarnos a abandonar la convertibilidad, a pesar de que yo les había advertido hasta el cansancio que, luego de una devaluación, la reestructuración de la deuda sería un proceso absolutamente “desordenado”.

En noviembre y diciembre de 2001 algunos economistas podían dudar sobre las consecuencias caóticas de una devaluación en un país con el grueso de los contratos en dólares e inmerso en una peligrosa crisis financiera. Pero en noviembre de 2002 es inconcebible que no se advierta que empujar a un país a un proceso “desordenado” de reestructuración de deuda, o, lo que es lo mismo, a un default generalizado, como terminó ocurriendo con la Argentina, es un desatino mayúsculo. Digo ésto, porque pareciera que el FMI quiere que nuestro país extienda la cesación de pagos a los organismos multilaterales, lo que claramente significaría aumentar aún más el descomunal desorden en el que está sumida nuestra economía.

Esta actitud del Fondo es peligrosa no sólo para Argentina sino también para Brasil. Si el presidente electo de Brasil solicita apoyo para un proceso “ordenado” de reestructuración de deuda como el que en voz baja pregonan los mismos que a mediados de 2001 lo proponían para Argentina, y el FMI les responde como nos respondió a nosotros, entonces el “desorden”, por no decir el “caos”, sobrevendrá también en el país hermano con el agravante para ellos, que en ese caso no tendrán al régimen de convertibilidad de chivo expiatorio. Ojalá las autoridades del FMI aprendan la lección, o los gobiernos del G7 sean más firmes frente a sus autoridades que lo que lo fueron hasta ahora cada vez que se discutió el apoyo a la Argentina.

Urge restablecer el sistema de pagos internos

El corralito fue desde el inicio una restricción al retiro de efectivo de los bancos y el consiguiente control de cambios para impedir que todos los depósitos se fueran al exterior. Debió servir para terminar la reestructuración de la deuda pública sin abandonar definitivamente la convertibilidad. Lamentablemente fue aprovechado para crear el corralón, que significó un verdadero congelamiento de depósitos, la pesificación y la devaluación extrema de la moneda. El Gobierno sostiene que nunca se abrirá el corralón porque consideran que la despesificación provocaría caos ¿Porqué insisten entonces en mantener el corralito? 

Si mantienen el corralón, no tiene sentido mantener el corralito. La gente ya se ha dado cuenta que es mejor pagar con cheques, tarjetas de débito o transferencias bancarias que hacerlo en efectivo. Y, por otro lado, con el precio tan elevado que hoy tiene el dólar, lo natural es que la gente quiera vender dólares, como se esta viendo en las últimas semanas, más que seguir comprando, como lo hizo apenas instalado el corralón.

Por consiguiente, eliminar el corralito no crearía ningún problema y, por el contrario, ayudaría a normalizar el sistema de pagos de la economía y a evitar restricciones innecesarias sobre el comercio exterior. No tiene ningún sentido discutir con los exportadores si tienen o nó disponibilidad plena de la divisa que generan, cuando la cotización del dólar se determina por flotación. Mantener esta discusión sólo crea sospechas de que no se quiere eliminar el sesgo antiexportador tradicional de nuestra economía, en un momento en que el aliento a las exportaciones se está otorgando a costa de un enorme esfuerzo de toda la sociedad.

Mantener por un tiempo el corralito, sólo tendría sentido si se levantara de inmediato el corralón. Es decir, si se devolviera a los depositantes la plena disponibilidad de sus ahorros en la moneda original y en los plazos en que habían sido constituidos. Esto es lo que yo he venido pregonando desde la creación del corralón y lo que, en mi opinión, debería resolver la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Pero el Gobierno de Duhalde y los sectores políticos y económicos que lo apoyan, dicen que la despesificación traería el caos y, aparentemente, están negociando una convalidación del corralón por parte de la Corte.

No cabe ninguna duda, que, hoy por hoy, y aún sin pronunciamiento de la Suprema Corte de Justicia, lo más conveniente es levantar el corralito. Si luego, ésta decidiera obligar también a levantar el corralón, el gobierno debería encontrar la forma de que los depositantes mantengan sus fondos dentro del sistema bancario. Posiblemente, los mismos depositantes pedirían que se reestablezca el corralito, pero con la garantía judicial que nunca más podrá ser utilizado para congelar depósitos y cambiar la moneda de los mismos.

¿Por qué mantienen el corralito?

El corralito fue desde el inicio una restricción al retiro de efectivo de los bancos y el consiguiente control de cambios para impedir que todos los depósitos se fueran al exterior. Debió servir para terminar la reestructuración de la deuda pública sin abandonar definitivamente la convertibilidad. Lamentablemente fue aprovechado para crear el corralón, que significó un verdadero congelamiento de depósitos, la pesificación y la devaluación extrema de la moneda. El Gobierno sostiene que nunca se abrirá el corralón porque consideran que la despesificación provocaría caos ¿Porqué insisten entonces en mantener el corralito?

Si mantienen el corralón, no tiene sentido mantener el corralito. La gente ya se ha dado cuenta que es mejor pagar con cheques, tarjetas de débito o transferencias bancarias que hacerlo en efectivo. Y, por otro lado, con el precio tan elevado que hoy tiene el dólar, lo natural es que la gente quiera vender dólares, como se esta viendo en las últimas semanas, más que seguir comprando, como lo hizo apenas instalado el corralón.

Por consiguiente, eliminar el corralito no crearía ningún problema y, por el contrario, ayudaría a normalizar el sistema de pagos de la economía y a evitar restricciones innecesarias sobre el comercio exterior. No tiene ningún sentido discutir con los exportadores si tienen o nó disponibilidad plena de la divisa que generan, cuando la cotización del dólar se determina por flotación. Mantener esta discusión sólo crea sospechas de que no se quiere eliminar el sesgo antiexportador tradicional de nuestra economía, en un momento en que el aliento a las exportaciones se está otorgando a costa de un enorme esfuerzo de toda la sociedad.

Mantener por un tiempo el corralito, sólo tendría sentido si se levantara de inmediato el corralón. Es decir, si se devolviera a los depositantes la plena disponibilidad de sus ahorros en la moneda original y en los plazos en que habían sido constituidos. Esto es lo que yo he venido pregonando desde la creación del corralón y lo que, en mi opinión, debería resolver la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Pero el Gobierno de Duhalde y los sectores políticos y económicos que lo apoyan, dicen que la despesificación traería el caos y, aparentemente, están negociando una convalidación del corralón por parte de la Corte.

No cabe ninguna duda, que, hoy por hoy, y aún sin pronunciamiento de la Suprema Corte de Justicia, lo más conveniente es levantar el corralito. Si luego, ésta decidiera obligar también a levantar el corralón, el gobierno debería encontrar la forma de que los depositantes mantengan sus fondos dentro del sistema bancario. Posiblemente, los mismos depositantes pedirían que se reestablezca el corralito, pero con la garantía judicial que nunca más podrá ser utilizado para congelar depósitos y cambiar la moneda de los mismos.

 

El Dólar cercano a los 4 pesos obliga a duplicar el esfuerzo fiscal

Hace un año, el superávit primario que se iba a necesitar en el año 2002 para conseguir el déficit cero ascendía a 7 mil millones de pesos para la Nación y las provincias juntas. El superávit primario es la diferencia entre ingresos y gastos nos financieros del Sector Público. Como la reestructuración de la deuda pública lanzada el 1 de noviembre de 2001 apuntaba a reducir la factura de intereses de la Nación y las provincias de 14 a 7 mil millones de dólares y el precio del dólar se proyectaba a 1 peso, bastaba un superávit primario de aproximadamente 2,5 % del PBI para generar equilibrio presupuestario. Hay que recordar que el PBI ascendía a aproximadamente 280 mil millones de pesos.

Un año después y con el precio del dólar cercano a 4 pesos, lograr el equilibrio fiscal va a requerir un superávit primario cercano al 5 % del PBI, es decir el doble que el que se necesitaba antes de la devaluación, y esto si se consigue una quita superior al 50 % de la deuda en manos de acreedores privados!

Paso a explicar el porqué de este resultado tan desastroso. La Deuda Pública, es decir la deuda de la Nación y las provincias por la que se estaban pagando intereses, ascendía a 140 mil millones de dólares de los cuales, aproximadamente 40 mil millones eran con acreedores oficiales (FMI, Banco Mundial y BID) y el resto con acreedores privados. Los acreedores oficiales nunca han concedido quita de la deuda ni alivio de intereses. Peor aún, no están dispuestos a aceptar ninguna suspensión de pagos de intereses y, de hecho, nuestro país siguió pagándoles aunque tuviera que utilizar las reservas que hasta el año anterior estaban comprometidas en el respaldo a la moneda nacional. Esto significa que la nueva factura de intereses tendrá que incluir aproximadamente 12 mil millones de pesos para pagar los más de 2.500 millones de dólares de intereses a los organismos financieros internacionales. Suponiendo que se lograra una quita del 65 % sobre el resto de la deuda, todavía habría que pagar alrededor de 4.000 millones de dólares de intereses a los acreedores privados y eso significa casi 14 mil millones de pesos. Es decir que la factura de intereses del 2003 no bajaría de los 28.000 millones de pesos. Suponiendo, con mucho optimismo, que el PBI en términos nominales se duplicara a causa de una inflación del 100 %, éste no superaría los 560 mil millones de pesos, es decir que el superávit primario capaz de equilibrar el presupuesto sería exactamente el 5 % del PBI.

Es por esta razón que el gobierno no encuentra la forma de presentar un plan fiscal sustentable. En realidad es imposible conseguirlo con la actual estructura de precios relativos. Por eso no deberían despreciar la posibilidad de que el restablecimiento de la confianza financiera que se derivaría de la re-dolarización de los depósitos haga bajar el precio del dólar a alrededor de 2 pesos y Argentina comience a funcionar como una economía mas equilibrada. En ese contexto, un superávit primario de 2.5 % del PBI debería volver a ser suficiente para lograr el déficit cero.